20 de agosto de 2012

Razón y emoción. Un equipo.

Vivimos inmersos en una enraizada creencia que hace de nosotros verdaderos campos de batalla, escenarios individuales de una sorda guerra civil. Esa creencia enfrenta al pensamiento con la emoción como si fueran no sólo opuestos sino, además, excluyentes. Hay personas que se definen a sí mismas como “racionales” y otras que se proclaman “emocionales”. Se supone que las primeras son frías y que las guía un meditado cálculo de posibilidades, mientras que las segundas se mueven sobre la base de impulsos e intuiciones. Para llegar a esas categorías los “racionales" suponen haber enjaulado, o directamente eliminado, las imprevisibles y caóticas emociones, en tanto que los “emocionales” creen haberse liberado de los rígidos ordenamientos de la razón. Uno no “se deja llevar”. Los otros se “entregan”. Los unos sospechan de los otros, y viceversa. A la corta o a la larga, ambos transitan la vida con limitaciones.
¿Los diestros logran vencer a su mano izquierda? ¿Los zurdos se imponen sobre su mano derecha? Absurdas preguntas, sin duda, puesto que venimos al mundo dotados de ambas manos, que no son opuestas, sino complementarias, como se advierte a la hora de aplaudir, de enhebrar una aguja, de coser un botón, de abrir un frasco, de atarse los zapatos o de tomar entre ambas el rostro de un ser querido. De la misma manera, se nos ha concedido la emoción y la razón, el sentimiento y el pensamiento, como componentes indisolubles de nuestro aparato psicoafectivo. Esto no se elige. La razón y la emoción son complementarias. Pretender disociarlas es una ilusión que nos confunde y empobrece.
En una sociedad que procura vivir en la certidumbre, no correr riesgos, tener respuesta para todo, eliminar los misterios, dominar la naturaleza, controlar el azar y desterrar el imponderable, es lógico que se intente domar las emociones. Desde el racionalismo, nacido en el siglo diecisiete (con René Descartes), al que se sumó en el diecinueve el positivismo (con John Stuart Mill y Augusto Comte a la cabeza), este sistema de creencias se fortaleció y, con él, la aspiración de los humanos a ser demiurgos, pequeños dioses autosuficientes.
En ese contexto, la emoción, el sentimiento, las sensaciones, perturban, molestan, inquietan, recuerdan que hay algo incontrolable. Tienen que ser devaluadas, dominadas, sometidas al imperio de la razón. Pero no elegimos nuestras emociones. Las sentimos. Son reacciones naturales ante situaciones de la vida. “Vivir encierra, por definición, el riesgo de sufrir, pero también la posibilidad de explorar, experimentar, aprender a constituirse y ser”, advierten Jaime Soler y Mercé Conangla en La ecología emocional, obra que sienta las bases de su propuesta de autoconocimiento. “Somos sistemas abiertos de energía, seres espirituales que necesitamos intercambiar no sólo ideas y conceptos, sino también sentimientos y emociones”. No elegimos nuestras emociones. Pero podemos elegir cómo vivirlas. El médico y psicoterapeuta Norberto Levy, sabio explorador del mundo emocional, escribe en Aprendices del amor. “La función de la mente es coordinar y posibilitar las emociones. La mente inmadura no sabe cómo interactuar con las emociones y, desde su ignorancia, intenta resolver el problema de las emociones dominándolas o suprimiéndolas”. La mente madura, en cambio, reconoce la emoción y le propone un curso, una acción. Como la mente no está condenada a su inmadurez, antes que enfrentarla con el mundo emocional se trata de ayudarla a madurar. La falsa dicotomía pensamiento-sentimiento (que reduce y empobrece nuestras herramientas existenciales) no es, así, un problema de las emociones, a menudo blanco de la represión racionalista, sino de la mente, que ha quedado desconectada de un valioso yacimiento de información acerca de nuestro ser, pues cada emoción encierra un mensaje. Cuando la mente madura, la emoción aflora en toda su riqueza y, juntas, profundizan nuestro estar en el mundo.